lunes, 17 de marzo de 2014

Warhammer: Los pies sobre el cielo



 Vanarión se encaminó hacia el prado que hacía las veces de zona de despegue y aterrizaje de su pequeño asentamiento desde que llegaron a las tierras del Viejo Mundo. Cuando se propuso la creación de una pequeña expedición para intentar recuperar los lazos comerciales con los Reinos Humanos del Imperio y Bretonia, el espíritu viajero de Vanarión lo llevó a presentarse de inmediato entre los voluntarios. Desde que nació hacía apenas un siglo, el joven elfo se distinguió por su infinita curiosidad y su deseo de ver todo aquello que nadie más había visto antes. Esta actitud preocupaba mucho a sus maestros, pues, al fin y al cabo, ese tipo de curiosidad estaba muy cerca de los preceptos del Culto del Placer, contra los que cualquier elfo debe estar siempre precavido para no acabar como sus primos malditos. No obstante, el Valarión fue creciendo como un elfo sano y equilibrado, conteniendo con disciplina su curiosidad y esforzándose en canalizarla hacia la obtención de la perfección en todo lo que  emprendía.
 
Sin embargo, no pudo evitar un vergonzante placer la primera vez que contempló el vuelo de una escolta celeste. Guiada por una majestuosa águila gigante y un contenido destello de magia, el casco de preciosas maderas se fue elevando poco a poco, llevándose a sus dos tripulantes hacia un cielo azul brillante, donde desde aquel día se depositaron los sueños de Valarión. El joven elfo había encontrado su destino y enfocó sus esfuerzos en poder surcar los cielos. Pronto se dio cuenta de que tanto los Fenix, dedicado casi en exclusiva para su Guardia de mismo nombre, como los Dragones, monturas casi exclusivas de las clases más nobles, se encontraban muy lejos de sus posibilidades. De tal manera que decidió solicitar una plaza en la Escolta Celeste. El camino no fue fácil, pero tras unas décadas, consiguió graduarse y obtener un puesto de copiloto en una de las naves escolta.

Así viviera mil años, el recuerdo de su primer ascenso al cielo, pese a necesitar de casi toda su atención para no desencadenar la ira del piloto, quedó grabado a fuego en su alma. El cosquilleo en el pecho cuando la nave se desprendía de su peso y empezaba a flotar. La sensación de irrealidad cuando superaba la mayor altura a la que hubiera ascendido nunca. La gloria de superar las más altas cimas de su tierra y verlas desde arriba. Por desgracia, la nave pronto se dirigió hacia el mar, en sus tareas de vigilancia de las fronteras marítimas de la nación elfa, y los suaves prados, los verdes bosques, los especulares lagos y las vetas grises que se atisbaban entre las nevadas montañas dieron paso al infinito azul del gran océano. Aunque la irrupción de algún Leviatán, o de alguna nave, generalmente de los exploradores humanos, rompía la monotonía marina, Valerión pronto deseó volver a sobrevolar los campos y ciudades. Razón por la cual no tuvo ninguna duda en cuanto se le propuso viajar al Viejo Mundo en misión de exploración.

Y allí se encontraba ahora. Presto para realizar el primer vuelo desde su nuevo asentamiento. De nuevo la nave ascendió suavemente para sobrepasar la altura de los arboles cercanos. Sin embargo, la vista del Viejo Mundo le resultó a Vanarión mucho más agreste que la de su tierra natal. Los bosques crecían en algunos lugares como tumores verdes sin controls, mientras que en otros eran ulcerados por toscos caminos de piedra que los partían sin ningún criterio estético. Aquí y allí se alzaban las ciudades de los Humanos. Burdos amontonamientos de rocas, aferrados al suelo en contraste con las gráciles torres élficas que intentaban acariciar los cielos. Además, en las más grandes de la ciudades humanas, Vanarión observó entre asqueado y sorprendido como éstas se encontraban cubiertas por una pestilente nube de humo y cenizas, provenientes de grandes chimeneas. Afortunadamente, el capitán de su nave se apartó de las zonas pobladas y encaminó su misión de exploración hacia las montañas cercanas. Una de sus prioridades era localizar los asentamientos de los peligrosos Enanos, a los que convenía tener alejados el mayor tiempo posible para evitar cualquier pelea absurda.

Sin embargo, antes de alcanzar las primeras cumbres, el estruendo de una batalla les hizo variar el rumbo. No muy lejos, el brillo de las armaduras de múltiples caballeros humanos, posiblemente de Bretonia, parecía aguardar sobre una colina mientras una inmensa horda de tonos marrones y verdosos llenaba desordenadamente un valle de lado a lado. “Orcos”. Vanarión rescató el nombre de su memoria. En toda su corta vida, los pielesverdes apenas habían llegado a pisar la patria élfica, pero en su instrucción, todos los elfos aprenden la ferocidad y salvajismo de esa raza destructora. El capitán giró ligeramente la nave para ponerla en una mejor posición cuando, de repente, varios de los jinetes humanos parecieron despegar en el aire. “¡Pegasos!¡Tienen pegasos!”. El gruñido del capitán hizo que Vanarión volviera a concentrarse en el timón, aunque seguía observando de reojo la batalla y tuvo que morderse la lengua para no volver a enfadar a su superior, cuando un par de Hipogrifos también alzaron el vuelo.

Con superioridad aérea, el combate parecía inclinarse hacia los humanos. Sin embargo, de repente, acompañado de un rugido ensordecedor de la horda, dos sierpes aladas aparecieron desde el horizonte y se dirigieron directamente hacia la flota humana mientras sus tropas terrestres aprovechaban para hacer un asalto a la colina. Las tornas de la batalla parecían haber cambiado. Justo en ese momento, para sorpresa de Vanarión, un ronco sonido de cuerno sonó en un bosque cercano y cientos de halcones gigantes salieron como flechas de su verde cobertura. A sus lomos, gráciles figuras se mantenían en equilibrio y lanzaban flechas contra la marea verde. “¡Silvanos!”, no pudo evitar exclamar Vanarión. No obstante, su capitán a penas lo había escuchado. Su vista estaba fija en el bosque como si pudiera ver debajo de las copas de los frondosos árboles… “¿Dónde está el resto…?¿por qué solo los Halcones?... Como en respuesta a sus cuestiones, un enorme árbol del linde del bosque se derrumbó con estrépito arrastrado por la caía de una gigantesca criatura cornuda, mezcla de animal y gigante. Antes de que pudiera recuperar el pie, el Cigor murió atravesado por una decena de lanzas que prontamente se giraron para que los guerreros silvanos se enfrentaran a una manada de humanoides caprinos salidos del mismo bosque. “Esto no es una pequeña escaramuza”, le gritó el capitán. “Estamos viendo una gran guerra y los nuestros tienen que saberlo. ¡Vuela rápido timonel!”

domingo, 16 de marzo de 2014

Warhammer: El canto de las olas


(Post original 19/10/2010)

El día amanecía sombrío y triste. Gruesas y oscuras nubes de tormenta ocultaban los esfuerzos del sol por iluminar la garganta a través de la cual el gran mar se introducia en el valle, formando un tranquilo y protegido puerto natural. T'haniel miró hacia los relampagos que encendían el cielo en la lejanía, donde la avanzada de Águilas exploraba los mares en busca de las primeras naves de los druchii. Los Elfos Oscuros..."¿Por qué vuelve una y otra vez?", pensó T'haniel...En sus doscientos años de vida, los seguidores del Malekith habían intentado invadir sus tierras al menos en cuarenta ocasiones. "Intentar" era un eufemismo... en al menos cuatro ocasiones, multitud de aldeas y ciudades fueron arrasadas hasta los cimientos y sus habitantes exterminados, o esclavizados, lo que no se sabía que era peor. T'haniel y muchos de los supervivientes se vieron obligados a retrodecer hasta las montañas y los bosques, donde gracias a los Sombrios y a los Leones Blancos de Cracia consiguieron hacerse fuertes y resistir hasta que llegaron los refuerzos. Extraños elfos... Los Sombrios, solitarios y llenos de odio, tan cercanos a sus primos... más de lo que estarían dispuestos a admitir... y los Leones Blancos. Con sus inmensas Hachas y sus capas de piel de Leon Blanco. Tan acostumbrados a los bosques, tan similares a los elfos de antaño. Pero ni siquiera con su ayuda se pudo evitar la destrucción. Y las pérdidas. Como la de R'haniel. Su hermano.

El recuerdo le llevo de nuevo al pasado. A otros tiempos que tampoco fueron más felices que los actuales. Siempre en guerra. Siempre en guardia. Con los momentos de paz siempre perturbados por la sensación de peligro. Pero al menos estaba R'haniel. Con sus libros de hechizos, sus pócimas, su pequeña forja de talismanes... ¿Cuánto había pasado?. ¿Cincuenta años?. ¿Sesenta?. Los años se fundían unos con otros pese a ser joven para su raza. Y, sin embargo, ya le parecían una pesada carga.

"¿Cómo lo soportaban ellos?", pensó, mientras miraba la imponente unidad de Guardianes del Fenix que se alineaba en el centro del frente, caminando silenciosamente hacia la playa. Se decía que algunos de ellos contaban sus años por milenios. "Y sin poder pronunciar una palabra. Encerrados con sus propios pensamientos...". Quizás fuera la causa de su expresión adusta. Quizás fuese el regalo de los siglos el perder la capacidad de sentir. Quizás fuera el destino de todos aquellos jóvenes arqueros y lanceros, como él mismo, que ahora mismo parloteaban intentando superar el miedo a la batalla. Ese miedo tan mal visto por sus mayores, y que lo avergonzaba pese y a causa de no poder evitarlo.

"Simplemente, haz". La voz de su padre volvió a sorprender una vez más a T'haniel. El veterano Maestro de la Espada seguía siendo ágil y diestro. Y se le podía oir tanto como ver sus movimientos cuando usaba su espada. Absolutamente nada. "Acompáñame, hijo, pues aún quedan horas para la batalla y es justo que un padre pueda conversar con su hijo unos instantes". Ambos se apartaron de las tropas y ascendieron por la ligera pendiente hacia una rocas, donde podría encontrar algo de intimidad. "¿Te inquieta la batalla, hijo mío?. No dejes que ello ocurra. Controla tu mente y deja que el cuerpo actue. Haz lo que ya conoces y lo harás bien". T'haniel sacudió la cabeza y luego la bajó léntamente con un suspiro. "Es eso... y no lo es...", suspiro de nuevo. "Tengo miedo a lo que se avecina, pero... me acongoja aún más todo lo que queda después. Incluso si vencemos, después vendrá otra batalla y luego otra. Y así siglo tras siglo. Temo que no acabe nunca. Temo que la existencia no tenga más sentido que este batallar sin parar...". Una vez abierta la esclusa, el torrente de sentimientos manó sin parar. Los acerados ojos claros de su padre se clavaron en él, mientras pasaba un brazo sobre sus hombros. Un extraño gesto emotivo entre los de su raza. "Hijo mío, Son tiempos difíciles los que nos toca vivir, pero, ¿sin sentido?. El sentido a tus días se los das tú. Es tu derecho de nacimiento. Venimos al teatro del mundo con un escenario ya montado, pero nuestras líneas de diálogo no están escritas. ¿quieres a caso sentarte entre el público solo a mirar?. ¡Mira a los que decidieron hace eones hacer eso!", añadió señalando hacia arriba. T'haniel miró siguiendo su gesto justo cuando una gran sombra oscureció aún más el cielo. "Dragones", susurró. Unos de los seres más antiguos del mundo. "Sí. Los Dragones", continuó su padre. "Vivían antes de que los elfos se levantaran de la tierra. Y lucharon. Y se cansaron de la existencia. Y se sumergieron en un sueño profundo en la profundidad de las cuevas. Y cuando fueron despertados, ¿acaso se dieron la vuelta y volvierón a dormir?". "No", contestó T'haniel, "vuelven a luchar". "No. ¡Viven!, hijo mío. Viven cada segundo de su vida con total intensidad". El viejo Maestro de la Espada se puso en pie. "La guerra es el sin sentido. ¿Pero vivir?. Vivir es El Sentido"."T'haniel, hijo mío, " continuó, "hoy lucharás por seguir vivo, por darte a ti y a otros la posibilidad de tener nuevos días en los que vivir. Nuevos pequeños momentos. Nuevas satisfacciones por un trabajo bien hecho, una acción honorable, un momento con un amigo, un beso con una esposa. Nuevas vivencias como esta conversación que estoy teniendo contigo. Si olvidamos eso, estamos muertos... como tu hermano". "¡Padre!", explamó T'haniel. "Sí, hijo mío. Y en el fondo de tu corazón sabes que lo que digo es cierto. Tu hermano se dejo llevar por la desesperación. No encontró sentido a su existencia y pensó, como los druchii, que el único sentido a la vida era la satisfacción inmediata de los deseos. Sin darse cuenta de que no se es menos libre que cuando te encarcelan tus instintos...". "Pero, padre, R'haniel no está...", intentó interrumpir T'haniel. "En el último momento," continuó su padre sin hacer caso a su interrupción "le tendí la mano una vez más, pese a que sabía todo el mal que había hecho...". Y mostrando el muñón de su mano derecha agregó, "Y él tomó su Decisión Final. ¡Y a fe cierta que, aunque camine entre los Elfos Oscuros y crea lo contrario, ya está muerto!".