viernes, 20 de enero de 2017

Warhammer: El caballero errante

El caballero acabó de limpiar a su fiel montura y, tras dejarlo alimentándose con el espeso follaje que cubría el bosque, comenzó a preparar una hoguera para calentar la exigua caza que había logrado ese día. Sin embargo, apenas conseguidas una tristes llamas que luchaban por crecer en la fría y húmeda noche que empezaba a caer, tuvo que detenerse. La herida del costado se le había vuelto a abrir y las vendas rápidamente se empaparon de sangre. Con la paciencia y la seguridad que da la experiencia, el caballero se retiró la armadura y descubrió el tajo que hacía varios días le había infligido la sierpe gigante. Retiró los restos del cataplasma de hierbas que se había puesto y se preparó uno nuevo con las plantas que había ido recogiendo a lo largo del camino. Sin embargo, cada vez tenía menos confianza en la curación. La herida debería haber comenzado a cicatrizar ya, pero se veía exactamente tan reciente como cuando la bestia clavó sus colmillos en él, atravesando armadura, malla, carne y hueso. Posiblemente el engendro poseía algún tipo de veneno en sus fauces y, aunque el caballero había limpiado concienzudamente la herida, el tiempo necesario para acabar con la sierpe y cortarle la cabeza probablemente permitió al veneno a entrar en su organismo.



Concluida la cura, el caballero regresó a su lucha con la hoguera, consiguiendo por fin el calor necesario para calentar la cena. Satisfechas las necesidades primarias, volvió a hundirse en los recuerdos de los últimos días. La sierpe no había sido más que otro monstruo en la interminable lista que había cubierto su búsqueda del Grial. Aun podía recordar hasta el más mínimo detalle de día en que informó a su padre sobre sus intenciones de emprender la búsqueda. Tercer hijo de un noble menor, su progenitor casi se sintió satisfecho de que su hijo, al que poco podía dejar en herencia, hubiera decidido embarcarse en tan honorable aventura. Solo dos resultados podían existir al final del camino: una honorable muerte en combate contra los males del mundo o el premio final del Grial y su entrada en la más alta Orden de Caballeros. Lo que su padre no sabía en aquel momento es que las motivaciones de su hijo se encontraban bastante lejos de ser tan honorables pues, básicamente, solo ansiaba huir de un hogar donde no le esperaba ningún futuro más que soportar a su hermano Marcus, heredero de su padre o los sermones de Guido, su otro hermano, dedicado en cuerpo y alma a la propagación de la fe.

El caballero pensó en los giros y vueltas que conlleva la existencia al recordar a sus hermanos. Con el paso del tiempo, sus sentimientos hacia ellos habían cambiado por completo. Guido pasó largos años recorriendo todo el Reino ayudando a los pobres e intentando enseñar la caridad  y la humildad a los nobles menos devotos. Lógicamente esto le trajo múltiples problemas y, aunque jamás lo supo, más de una vez fue ayudado su hermano a escapar de ellos. Hacía tres años que finalmente se había embarcado hacia las tierras del Nuevo Mundo con la intención de llevar sus creencias hasta los paganos e incluso hasta los seres inhumanos que habitaban en aquellos parajes. El caballero no tenía noticias desde entonces. Deseaba que su bonachón hermano viviera feliz, pero no se engañaba. Las probabilidades de que un naufragio, un abordaje de piratas o que alguna enfermedad tropical o cualquier monstruo de sangre fría hubieran acabado con el clérigo, eran mucho mayores que las de un final feliz.

Por su parte, Marcus heredó las tierras de su padre tras la muerte de éste. En seguida, varios nobles  avariciosos intentaron arrebatarle sus posesiones apelando a historias familiares inventadas y calumnias falsas. Marcus se defendió con bravura y se ganó el respeto y el amor de sus súbditos, lo que al final le valió la victoria y la frágil paz en la que se encontraba desde entonces. Y también el respeto y el aprecio de su hermano, el caballero errante. Siempre había estado pendiente de sus hermanos en su deambular, pues, realmente, tampoco sabía cómo encaminar su búsqueda, y ayudar a su familia y súbditos, aunque fuera de forma anónima le parecía una forma tan buena como cualquier otra. Sin embargo, tras la desaparición de Guido y en afianzamiento de Marcus en su puesto, el caballero decidió que era hora de ampliar sus horizontes.

Se unió a varios caballeros andantes en su deambular en la búsqueda del Grial y aprendió grandes cosas de éstos. Aprendió que el Grial aparecía a aquellos que habían realizado grandes proezas. Que nunca debían rechazar un reto, sino que, de hecho, debería buscarlos. Que no había mejor camino que defender a los desvalidos e indefensos de los grandes monstruos que los acechaban. Entrenó con los más fuertes, escuchó a los más sabios y se ganó la gratitud de muchos aldeanos venciendo a monstruos aterradores. Poco a poco, el Grial fue quedando atrás en sus pensamientos y su camino se fue centrando en buscar el siguiente reto y ayudar a hacer el mundo un poco más pacífico y tranquilo para aquellos que menos tienen.

Un dolor en su costado le retornó de sus recuerdos. La herida no mejoraba y casi había perdido la consciencia sin darse cuenta. Pensó que no era una forma mala de morir. Que no le importaba no haber hallado el Grial, pues había tenido una buena vida, una vida útil. Sus ojos ya se cerraban cuando escuchó una voz. No distinguió las palabras, pero sabía que lo llamaban. Con sus últimas fuerzas, se arrastró hasta una poza que un pequeño río formaba en un recodo. La voz provenía indudablemente de allí. A punto de agonizar de dolor, el caballero se asomó a las aguas. Allí, al fondo de la poza, una hermosa dama, los cabellos negros como la noche, la piel pálida como la luna y los ojos, como el cielo de primavera, le sonreía. Y en sus manos, un Grial resplandecía.